martes, 24 de junio de 2008

El extraño manuscrito de Villafranca

Villafranca de los Barros (Badajoz), un atardecer del año 1671 El archivero ascendió la escalera de caracol con premura. En una mano portaba el llameante candil de aceite con el que se abrió paso entre la penumbra y en la otra, amarradas con firmeza, treinta hojas que hacía tiempo mantenían en vilo a las autoridades. Releyéndolas por última vez, deambuló largo tiempo por la buhardilla que servía como lóbrego depósito de la historia de la señorial villa, mientras el eco sordo de los coches de caballerías se filtraba por un ventanuco rectangular abierto en la piedra. Antes de depositarlos en aquel laberinto de papeles húmedos y olvidados, decidió tomar su pluma y escribir unas letras en la rugosa superficie de la cuartilla apergaminada. Sin temblarle el pulso los apoyó en el tablero y procedió a escribir un epígrafe sorprendente: "hechos sobrenaturales". Después, con la noche ya penetrando al final del pasillo, depositó los documentos en aquel mare mágnum, quizá con el fin de que los sobrecogedores sucesos allí narrados se perdiesen para siempre en las entrañas de miles de hojas que probablemente jamás nadie volviese a revisar. Pero se equivocó. Villafranca, 382 años después Con 35 grados a la sombra me dieron la bienvenida las encrespadas y blancas callejas de este lugar apacible y ordenado, con una armonía sosegada propia de las tierras del sur a las que se asoma desde el último vértice de Extremadura. Al socaire del umbral de los portales los vecinos se protegían de un Sol que abrasaba temprano, saludando cortésmente y envueltos en sus conversaciones sobre el tiempo y las tierras. Daba impresión de que no se habían sobresaltado con la noticia, a pesar de que el rumor días antes había corrido rápido por los cuatro puntos cardinales del pueblo. La información, escueta y tan solo apuntada había partido, como siempre, de avezados periodistas locales como Juan Francisco Ramírez y Laura Díez. Ellos habían hecho saltar una liebre que ahora se ahogaba en la rutina del transcurrir cansino de los días en este pintoresco rincón de la provincia de Badajoz. Una indiferencia peligrosa que podía sumergir un hecho insólito en el profundo abismo del anonimato. Inmerso en esos pensamientos y en busca de aquellos treinta documentos que se guardaban con celo y extrañeza por las autoridades, me planté en el antiguo Archivo histórico. El edificio, con sus arterias de madera ya añejas por el paso de los siglos, guardaba la esencia histórica de un pasado brillante, repleto de conquistas y caballeros. Arriba, en la segunda planta, el tiempo parecía haberse detenido. La escalinata crujía a cada paso y los archivos, ordenados meticulosamente año tras año, abrían camino a un pasillo largo franqueado por una ventana. Sobre una mesa donde reposaba una esforzada Olivetti aún en servicio, aparecía la misteriosa joya del pasado, el legajo 35/1.3.3, del año de 1671, un manuscrito judicial en el que se informaba de una serie de hechos que las autoridades dieron por ciertos en este mismo rincón de la Tierra de Barros hace casi cuatro siglos. Dos misterios del Siglo de Oro La eficiente archivera Pilar Casado se quedó asombrada al descubrir aquel tesoro. Del suelo, en el, caos en el que se desperdigaban parte de los documentos más antiguos, recogió una serie de hojas que rubor me confesó: "Eran diferentes, por el curioso asunto que trataban y la realización del expediente judicial con la nomenclatura, la orden de comunicación y las declaraciones correspondientes a todo lo que anteriormente había visto". Se hablaba de sucesos reales y en los que había una abrumadora cantidad de declaraciones juradas de diversas autoridades de la época. La funcionaria Inmaculada Clemente Santos las desplegó tras recibir la autorización expresa del alcalde, José Espinosa, al tiempo que se me ofrecía la traducción exacta paleográfica de aquel manuscrito sorprendente. Según rezaban los arrugados manuscritos, todo comenzó con una misiva al Ayuntamiento del 9 de octubre de 1671, en la que se demandaba información acerca de dos singulares acontecimientos. El documento decía así: "En la villa de Villafranca, en nueve días de octubre, sus mercedes don Mateo Vaca de Liria y Diego López Barragán, alcaldes ordinarios de esta villa por su majestad, recibieron el pliego sellado que dice así. -Por la Reina Gobernadora. A la Justicia y Alcaldes Ordinarios de Villafranca. Y habiéndose abierto el dicho pliego firmado por el señor licenciado don José Beltrán de Arnedo en el que por él manda se haga información de que una niña de edad de tres meses y medio, hija de padres portugueses estantes en esta villa, habló por el mes de septiembre pasado ciertas palabras latinas. Y que se hiciese información de que por el año pasado del sesenta y cinco se tocaran las campanas de la Ermita de Nuestra Señora de la Coronada". Esta inesperada carta dirigida a los alcaldes inició lo que probablemente fuera la primera investigación judicial de este tipo habida en España con orden de hacer declarar a todos los implicados. El espeluznante suceso de un bebé que comenzó a proferir frases en latín ante el espanto de varios testigos presentes fue el que primero llamó la atención de los dos mandatarios. No en vano habían pasado tan solo unos días del suceso y eran muchos los testigos. Reunidos en pleno extraordinario, se ponía en marcha la maquinaria implacable de la investigación con el fin de arrojar luz sobre estos oscuros sucesos. Antonia Batista: la niña poseída Con el legajo en la mano, caminando lentamente entre aquellas torres de viejos documentos y archivadores que se disputaban el sitio con antiguos libros de sentencias, intenté imaginar la noche de hace trescientos ochenta y dos años en aquel lugar de estrechas calles encaladas. La lectura de aquel documento sobre el diabólico "bebé parlante" y la declaración jurada del médico asalariado de la villa, José de Ribera Padua, me trasladaba, de inmediato, a otras épocas brumosas y legendarias donde, como ahí quedaba escrito, había ocurrido lo imposible: D. José de Ribera Padua en el auto proveído por la justicia dixo: El sábado pasado que se contaron doce días del mes de septiembre deste presente año, entre siete y ocho de la noche, estando este testigo en las casas de su morada en una sala donde tiene su estudio, en compañía de María Batista, su prima, viuda de Rodrigo de Sequera, la cual tenía una hija suya de edad de cuatro meses poco más o menos, en sus brazos, la cual estaba echadita sobre un bufete reclinada en el brazo de su madre. Y este testigo quiso salir de casa y yendo a tomar su capa miró a la dicha niña a la que llaman Antonia, la cual con violencia consiguió a levantar los brazos y piernas poniéndosela la cara muy roja, y este testigo juzgó que le daba algún accidente a la dicha niña, levantando la cabeza del brazo de su madre comenzó y dijo en voces altas y claras "DOMUS, AUSTRIACA, CONTERET, CAPUT, TUUM", y cuando la niña comenzó a decir las palabras comenzó en tono bajo y acabó en tono alto, con mucha fuerza y violencia, mostrando en sí grande alegría y sobrenatural gozo. Y a este tiempo, la dicha doña María Batista, madre de la dicha niña, dijo: "El buen Jesús, Dios nos quiere castigar, misericordia Señor". Y este testigo dijo "Verbum carofactum est", admirado del suceso. Fue a la calle en busca de gente para que lo viesen y fue a casa de don Álvaro Guerra de Bolaños, que vive pared en medio de la de este testigo para que fuese a ver este prodigio y ambos vinieron a gran prisa para ver a la niña, la cual todavía estaba forcejeando con los mismos movimientos de piernas y brazos, y gorleando con la lengua, y la cara muy roja... y así estuvo desta forma más de medio cuarto de hora hasta que se fue apaciguando, se quietó y se quedó como antes de que te diese dicho accidente" Álvaro Guerra de Bolaños, que a la sazón era alguacil mayor del Santo Oficio de la Inquisición, se quedó abrumado por el fiero rostro amoratado de aquella niña que continuó pronunciando palabras ininteligibles durante un buen rato ante el constante trasiego de gentes de toda condición que se echaban las manos a la cabeza, llegando desde distintos puntos de la villa para observar lo que consideraban una manifestación del maligno. En términos semejantes proseguían las declaraciones detalladas ante el tribunal de los familiares, que resultaron ser unos portugueses naturales de la población de Olivenza, y de vecinos como Teresa Rodríguez, Cristóbal Vaca e incluso el impresionado clérigo de la villa, Álvaro Martín. Todos habían visto con sus propios ojos la espantosa escena imposible que en las fronteras del siglo XXI los especialistas psiquiátricos y parapsicológicos definen como "xenoglosia" y que en aquel contexto social e histórico sólo podía ser vista como posesión demoníaca. Campanadas a medianoche El segundo caso que engrosaba este primer expediente X español había tenido lugar a pocos metros del vetusto edificio en el que releía aquellas fascinantes informaciones. Sin pensarlo dos veces, tomé de nuevo las calles soleadas la villa para ir perdiéndome por los lugares donde se desarrolló la otra misteriosa historia que tanto desvelo provocó en su época. En la empinada travesía del Aceituno y en la más ancha y despejada de la Coronada, aún quedaban los edificios como mudos testigos blanqueados de la noche en que las campanas de la ermita repiquetearon solas ante la sorpresa y el sobrecogimiento general. Caminando rúa abajo, eché mano de la declaración ante el tribunal de José Alonso Lechón, alguacil mayor de la villa, para "revivir" lo que allí mismo tuvo lugar en un tiempo de espadachines y duelos a la luz de la Luna: "Yendo este testigo el día ventidos de agosto del pasado mil y seiscientos y sesenta y cinco, a cosa de las once de la noche, poco más o menos, en compañía de su merced don Álvaro Gutiérrez Blanco, alcalde ordinario de la villa aquel año, llegando al final de la calle del Aceituno que salía al ejido de la ermita de Nuestra Señora de la Coronada, oyeron que una de las campanas de dicha ermita dio una campanada, y dentro de poco sonó otra campanada, y este testigo y su merced fueron a dicha ermita que está extramuros de la villa. Yendo a dar a ella sonó otra campanada, y habiendo todos juntos llegado vieron que las puertas que tiene estaban cerradas y se comprobó que no había persona alguna en el interior de la ermita... ". Observando aquella iglesia remozada con torres afiladas que rasgaban un cielo impoluto y claro, intenté imaginar la escena de aquella noche del 22 de agosto de 1665. Según rezan las declaraciones juradas del vecino Juan de Zúñiga y Cevallos, el escribano de la villa Juan Mateos, Beatriz Hernández, Leonor López y el alguacil menor Álvaro González penetraron en la penumbra de la iglesia provistos de unas velas para intentar sorprender al supuesto autor. Aquel tañer fantasmal volvió a producirse, claro y nítido, y tras haber escrutado con paciencia y cierto temor órgano, sacristía y torre los allí presentes se cercioraron definitivamente de que nadie había podido hacer sonar las campanas cuatro veces. Fue entonces cuando se personó en la plazoleta una gran multitud y comenzó a latir con fuerza la palabra "milagro". Certificado de un milagro Las decenas de declaraciones y el rango eclesiástico y civil de algunas de ellas dejaban pocas dudas en torno a la veracidad de los hechos allí plasmados y lo convierten en una documentación única hasta el momento en nuestro país. Las propias archiveras descubridoras y conservadoras del misterioso legajo me confirmaron que no cabía duda, por el tratamiento y profusión de identidades testimoniales, que aquellos sucesos no eran leyendas o antiguas creencias. En un acta elaborada años después de las campanadas se afirmaba que el incidente, certificado como verdadero milagro de Nuestra Señora de la Coronada, había quedado reflejado en una tabla con inscripciones latinas realizada para ensalzar algunos prodigios de la venerada. Con cierta pesadumbre, tras flanquear la cerrada puerta de la sacristía gracias al afable ermitaño Luis Pérez Macía, encargado de la conservación del edificio, comprobé que nadie sabía del paradero de aquella tabla donde se registró el extraño acontecimiento, dándole tintes religiosos al asunto. Cerrada en aquel momento al público, la iglesia estaba llena de oscuridad, tal y como la debió ver aquel grupo de vecinos liderados por el escriba oficial y el alcalde a la busca de un bromista sobrenatural, que nunca dio señales de vida. Cuando ya estábamos convencidos de que aquella inscripción habría sido vendida o destruida siglos atrás, un golpe de fortuna hizo que al grito de "milagro", por encontrarme de súbito con ese encabezamiento en un texto enmarcado y restaurado, me diese de bruces con la preciada reliquia. Allí, el suceso que había motivado el expediente judicial se transformaba en indefectible muestra del poder de la madre de Dios. Y así formaba parte ya de la Historia, aunque fuese entre el polvo de un rincón junto al altar. El regreso El torreón hacía años que estaba prácticamente en desuso muchas de las escaleras de piedra habían cedido y no parecía un sitio aconsejable por el que aventurarse. Pero a oportunidad de ver aquellas campanas bruñidas que tocaron milagrosamente según la investigación oficial, bien merecía el intento. Allí arriba, rodeado de absoluto silencio, se contemplaba todo desde otra perspectiva: Abajo, el pueblo de Villafranca, apretado y blanco como sus hermanastros andaluces, recibía la caída de la tarde con su tranquila parsimonia. Una calma que estas gentes llevan en la sangre, pensaba desde mi eventual observatorio, y que, por fortuna, ni siquiera los más extraordinarios fenómenos sobrenaturales han logrado quebrantar con el paso de los años

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